Llegaba siempre al aula con una sonrisa y saludaba a sus alumnos con sus apodos, los escogía bien, lo hacía con tal magia que nos reíamos con él sin hacer escarnio del compañero de clase.
Eran tiempos de la palmeta; pero él no requería de esa antigua herramienta para mantener la disciplina. A veces parecía cómplice de nuestras travesuras.
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